
Hoy es un día profundamente gris a pesar del azul que inunda la mañana. Llueve en el cuerpo las ganas de gritar, de mitigar el sufrimiento y hacerlo ausencia, palabra. Soy presa de un exilio sin nombre, con una presencia de ausencia indefinible. Hoy tengo miedo y dolor, sonrío. Me coloco la mascara mortal de la alegría. Soy una obra de teatro, el payaso que llora tras una capa de pintura de sonrisas, en busca de sacar una expresión a un otro que nunca será él. Soy lo que soy ahora. Un día nada normal. Un pedazo nostálgico de piedra triste. Un día sin sueños, sin sol, sin nubes. Un día sin cielo, o sí, un cielo de pavimento y cinco tazas de café donde la única luna se hace sombra y las estrellas iluminan el camino silencioso de unas lágrimas blancas. Palabras oscuras sumergen el día tras el batir de unas alas de cera, de pasos vacíos, de gestos amargos. El viento del exilio se ha quedado sin voz. Nunca hubo democracia en este lado autista del abismo. En un día como hoy en que el mar está muy cerca, el oleaje tiembla en las pequeñas arrugas de mi rostro, se suicida en la fría caverna de mis labios donde pruebo la sal de mi propia tristeza. Hay una luna hecha sombra orbitando mis ojos, un día tan absurdamente gris que traté de cortarle las venas al pequeño corazón latiente, sin saber, sin pretenderlo honestamente, que ese corazón era tan grande que es imposible matarlo sin dejar alguna huella.